Después de muchas asambleas, decidieron que lo mejor era matar a la noche.
- Las mieses necesitan más luz! - gritaron los sojeros.
- El mercado lo exige - dijeron los industriales. Calculadora en mano, los hombres de la Bolsa levantaron las comisuras de los labios, como sonriendo. Y salieron de caza.
Ella escuchó de lejos. Su rostro negro se ensombreció. Planeó el escape: dejó durmiendo su satélite, cruzó la ciudad y fue siguiendo el río.
- A qué huele la noche, inspector? - preguntó el cadete. El silencio respondió que a jazmines, a cocina caliente, a sudor.
Ella huyó sin horizonte. Se lanzó a la carrera. Esquivó semáforos. Imitó el ulular de las ambulancias abriéndose lugar. En su marcha de vértigo pensó en los sueños de trabajadores y labriegos. Quién, vueltos de las fábricas y los campos, los cobijaría? Redujo el paso y la prisa.
Con el aliento próximo de la persecución, recordó las bombillas mortecinas de los barrios tristes. Y la letanía de las madres santas. De los torturados.
Zancada corta su abismo de conciencia. Caída fatal. Se derrumbó sobre sí misma. Con la respiración contenida y las rodillas peladas, esperó a sus asesinos. Hecha un ovillo, muerta de miedo.
Las caricias la tomaron de los hombros y ayudaron a erguirse. Ya de pie, un escudo se alzó en su defensa para detener la captura.
La noche, redimida, reconoció cada mimo.
Eran los amantes. Eran los poetas.
Hundiéndome en la oscuridad - Claudia Puyó